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Internacional

'Soberanía comunitaria. Intag como ejemplo' Artículo de opinión de Ernest Cañada, de Alba Sud

  • Imatge: Alba Sud, Silvia Ruiz, socia de la Cooperativa El Rosal

Sobre las propuestas de “otro desarrollo” surgidas desde algunas comunidades rurales en América Latina al calor de sus resistencias frente a los modelos extractivistas y agroexportadores. El documental “Mujeres de Intag”, sirve como punto de partida para la reflexión.

En América Latina existe una tensión en aumento entre la expansión de las actividades extractivas y agroexportadoras, apoyadas por gobiernos ideológicamente ubicados tanto a la derecha como a la izquierda, y la resistencia de algunas comunidades rurales ante la destrucción de su entorno y modos de vida que conlleva ese modelo de desarrollo. La reprimarización creciente de las economías latinoamericanas durante la última década, siguiendo el ascenso de los precios internacionales de algunas materias primas, y que han revalorizado determinados territorios rurales, ha contribuido a actualizar el debate sobre los límites de los modelos de desarrollo dominantes, sus contradicciones, así como las alternativas posibles en disputa.

La resistencia que llevaron a cabo durante años las comunidades rurales del Valle del Intag, en Ecuador, frente a los intentos de implantación de la minería a cielo abierto en el área y las propuestas impulsadas por sus habitantes organizados en una nutrida red de asociaciones en defensa de “otros modos de desarrollo”, nos sirve como ejemplo para abordar un debate clave para el futuro del mundo rural latinoamericano. Este es el tema que abordamos en el documental Mujeres de Intag, una producción de ALBA SUD encargada por Setem CV y realizada por Javier Calderón, Ríders Mejía y yo mismo.

Durante los últimos años, Ecuador ha potenciado la explotación minera por medio de la presencia creciente de empresas transnacionales, en especial de origen canadiense aunque no en exclusiva. De este modo se ha buscado reducir la dependencia de la renta petrolera impulsando la minería, aunque sin salir de la lógica extractivista. Igualmente, y como parte de un mismo modo de inserción en el mercado internacional, basado en la venta de productos primarios con escaso valor agregado, ha aumentado la producción de flores y bananas destinadas a la exportación, por medio de sistemas de producción intensivos que han dado lugar a lo que se conoce como “maquila agrícola”. Los posibles impactos negativos de la expansión de las actividades extractivas y/o agroexportadoras queda supeditado, según los defensores de este modelo, por las posibilidades de incrementar recursos económicos de que dispone el Estado para llevar a cabo políticas redistributivas y mejorar las prestaciones sociales a los sectores más desfavorecidos. Sin embargo, esta visión adolece de múltiples contradicciones y sus supuestos beneficios difícilmente compensan los problemas que genera, tanto para las poblaciones directamente afectadas como al propio país, que se mantiene prisionero de la “maldición de la abundancia”, descrita de forma precisa por Alberto Acosta.

La amenaza de la explotación minera a cielo abierto de la zona del valle del Intag a partir del año 2004 provocó la resistencia de parte de la población local. Su lucha logró paralizar los planes previstos. Pero lo que convierte a Intag en un ejemplo privilegiado para este debate no sólo es sólo su capacidad de oponerse exitosamente a la minería, si no también el haber formulado de forma práctica un modo de desarrollo alternativo, capaz de generar mayor bienestar a los habitantes de la zona sin, a un mismo tiempo, desentenderse de las necesidades del resto del país. Esta propuesta se articula en base a la intersección entre distintas actividades: agricultura familiar campesina orientada a solventar en primera instancia las necesidades alimentarias locales y basada de forma prioritaria en el cultivo orgánico; transformación y agregación de valor a la producción local en las mismas comunidades; establecimiento de canales comerciales tanto locales como nacionales e internacionales (con el apoyo de redes de comercio justo). Recientemente a estos esfuerzos se agrega el plan de producción de energía hidroeléctrica en base a micro centrales diseñadas con la participación comunitaria aprovechando en abundante caudal y saltos de agua en la zona. Todas estas prácticas productivas se llevan a cabo con una voluntad explícita de respeto y protección del medio ambiente.

Cada una de estas actividades tiene sus particularidades y limitaciones. Sin embargo, su fuerza reside en la diversificación y complementariedad entre ellas, y sobre todo, en la capacidad de control de la gente del lugar sobre las mismas. Lo comunitario tiene formas de expresión y materialización muy distintas en América Latina. Más importante que insistir en encontrar las características y condiciones específicas para definir “comunidad” de un modo absoluto, es necesario valorar y entender su diversidad, centrándonos en la potencialidad de las formas de organización colectiva de la población que habita en un determinado territorio para defender sus intereses.

Las protagonistas de Mujeres de Intag, expresan con firmeza un sentir general en muchas comunidades de la zona. Marcia Ramírez, miembro de la Asociación de Ganaderos y Agricultores de Chaguayacualto, en el Valle del Intag, responde ante la conocida acusación que hizo el presidente Rafael Correa: “Nosotros no somos ecologistas infantiles, si no que somos personas que nacimos aquí, que crecimos aquí y nosotros queremos defender nuestro territorio. Nosotros queremos disfrutar de esta paz, de esta libertad que tenemos. Que a lo mejor no estamos los bolsillos llenos de dinero, eso es cierto, pero tampoco somos pobres, porque al menos aquí en Intag nadie se muere de hambre, todos tenemos qué comer. Claro que nosotros no estamos en contra del desarrollo, creo que hay diferentes formas de desarrollar.” En el mismo sentido ahonda Silvia Ruiz, socia de la Cooperativa El Rosal: “las empresas mineras no es desarrollo. Lo que nosotros estamos ofreciendo hoy como grupos organizados, a eso le llamamos nosotros desarrollo. Porque es un trabajo limpio, digno, sin contaminación a nadie. Y es una alternativa sana.”

La clave de este “otro desarrollo” tiene que ver con la capacidad para decidir cómo organizarse socialmente, de tomar el control sobre el tiempo y las formas de hacer. Marcia Ruiz lo explica de este modo: “disfrutamos de trabajar y de ser libres. Uno es libre porque en el momento que uno quiere salir a la ciudad, en momentos que hay problemas familiares, que alguien esté enfermo, uno puede estar junto con ellos. Dejar de trabajar uno o dos días para nosotros no es complicado, como los que están sujetos y trabajan en trabajos, diría yo, de empleados, que ahí si le dan permiso un día, no le dan dos días. Entonces yo creo que ellos son personas que están sujetos a algo. Más bien nosotros somos libres en nuestro trabajo.” Silvia Ruiz es concluyente: “todo empleado es explotado (…), y eso es lo que nosotros queremos cambiar”. Los debates sobre desarrollo rural necesitan imprescindiblemente incorporar esta dimensión, que no se limita a mera participación social, si no al ejercicio efectivo de control social, colectivo, de carácter comunitario.

En el fondo de la discusión, la resistencia comunitaria en Intag ilustra otro modo radicalmente distinto de entender el desarrollo, en lo que algunas voces han calificado como ”post-desarrollo”. Intag no puede verse como modelo terminado, si no como el esfuerzo de sus poblaciones por afirmar control social. La base de sus propuestas tiene que ver en última instancia con la “soberanía comunitaria”, es decir con la capacidad de mantener y/o recuperar control colectivo de la gente que vive en un determinado lugar sobre los recursos, territorios, actividades económicas y las relaciones laborales y sociales.

El documental que da pie a la presente reflexión puede verse aquí: Mujeres de Intag.

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